Hoy me gustaría presentaros uno de los fragmentos de una de las novelas que estoy escribiendo, este es uno de los principios alternativos y me gustaría saber vuestra opinión. Es la primera vez que publico una parte de lo que escribo por lo que es un acontecimiento importante para mí. Y ahora espero que tengáis un momento para leerlo tranquilamente.
Preparad vuestro corazón, puede que se acelere cuando se acerque el final.
Gracias y espero que lo disfrutéis.
Principio alternativo de las brujas que nunca fuimos.
Todavía
estaba oscuro cuando los tres primeros corrían entre las calles empedradas
sorteando charcos. La pequeña aldea aparecía cubierta por una fina capa de
niebla, como si se hubiese corrido una cortina blanquecina. Se encaminaron a
través de los pequeños muros hechos de piedra y a lo largo del camino embarrado
hasta subir una colina y llegar al pequeño cementerio, donde la neblina solo
les cubría los pies.
Detrás de las contraventanas de
madera de los caseríos construidos con mampostería y sillares que se alzaban en
el valle, en los hogares de herreros y artesanos, las mujeres encendían el
fuego y calentaban el agua para preparar las gachas. La luz de las velas
oscilaba creando sombras inquietas en las paredes. El color del cielo se tornó
de negro a gris. La gente del pueblo empezó a surgir de entre las puertas de
madera de sus hogares, abrigados con capas oscuras y capuchas anchas que
tapaban sus cabezas acercándose al río, que cruzaba la villa, para coger agua.
Justo enfrente se encontraba el monasterio de San Salvador.
En las afueras de la aldea, en la
pequeña casa de los Arburu, hecha de piedras y barro, las corrientes entraban
por pequeños resquicios que quedaban entre las espesas paredes. El espacio
interior estaba dividido en dos partes: en uno la cocina y en el otro el
almacén y el dormitorio donde solo había un camastro. En el centro de una de
las salas, unas ancianas amortajaban el cuerpo de una niña.
Catalina no había imaginado lo
doloroso que era perder a una hija. Era como si le arrancasen las ganas de
seguir viviendo y le implantaran la locura.
Habían extendido una tela blanca
sobre la mesa de la cocina y en ese momento, Lucía yacía tumbada sobre ella.
Fría, blanca, inerte. Muerta. Las ancianas rociaron sal sobre el cuerpo y
enrollaron el pequeño y enjuto cadáver. Juan, el padre, tomó a su hija entre
los brazos por última vez, la metió en una caja rectangular de madera y dio un
gran suspiro.
Cuatro monjes vestidos con túnicas
pardas que habían estado esperando en la puerta, entraron y levantaron el
pequeño ataúd cargándolo en sus hombros. Salieron de la casa y atravesaron el
silencioso campo a través del largo camino mientras se les unían gente del
pueblo en procesión hasta el camposanto. Catalina y Juan caminaban abrazados
detrás del féretro.
Catalina volvió la cabeza y miró
alrededor. Se preguntó si alguna vez había visto la aldea tan silenciosa, y se
respondió que, tal vez, era el efecto de la niebla que cegaba y ensordecía.
Los rayos del sol no habían atravesado
las nubes. No corría ni una pizca de viento, pero el ambiente estaba helado. Se
imaginó que Lucía tendría frío y se enfadó consigo misma por no haberle echado
un mantón de lana encima antes de cerrar la caja. Tembló. Cerró los ojos y se
dio un golpe en la frente. No podía creer lo que había pasado: Lucía había
muerto de tifus. Tan solo tenía ocho años. Había estado enferma durante tres
eternas semanas. Las fiebres habían sido tan altas que deliraba en sueños.
Hablaba en un idioma ininteligible, su cuerpo convulsionaba y a veces se
contorsionaba en posturas imposibles. Sabía que Juan había pasado miedo. Mucho
miedo. Algo que no había admitido, pero que no había podido disimular, ya que pasaba más tiempo
fuera de casa de lo normal y daba paseos nocturnos para no dormir junto a ellas.
Juan se rascó la cabeza. Había un
pensamiento con el que luchaba constantemente. No sentía tristeza, si no alivio.
Esa sensación lo estaba matando. ¿Cómo podía sentirse así? ¿Qué clase de padre
cobarde era? Había llegado a pensar que estaba poseída por el diablo y había
rezado para que muriera para acabar con esa tortura. Amaba a su hija, pero no
al mal que la había condenado. Ahora la culpa lo acompañaba.
El tifus estaba azotando la zona
debido a las plagas de piojos y pulgas. Las picaduras infectadas por sus heces
provocaban fiebres tan altas que nadie sobrevivía. Sus cerebros quedaban
totalmente derretidos como un queso en el fuego.
El invierno había sido duro, el
peor en muchos años. Las heladas y granizadas habían devastado los cultivos.
Los campesinos se habían apresurado a sacrificar los ganados y a salar los
cerdos para conservarlos. Una ola de muerte había asolado a las familias donde
habían perdido al menos a un miembro de la unidad. Los campesinos estaban
preocupados por el hambre y por el inexistente diezmo que iban a entregar al señor
de las tierras, el abad de Urdax, León Aranibar.
Tomaron el camino que subía la
colina. Estaba bordeado por robles y hayas interminables. Atravesaron la niebla
y esta comenzó a bajar dándole nitidez a un día gris.
Cuando llegaron al cementerio, dos
hombres esperaban con unas palas detrás de un agujero profundo en el
suelo. Al lado había una pequeña lápida,
que ponía:
Lucía Arburu
1585-1593
Los monjes metieron el ataúd en el
hoyo con sumo cuidado. Todos aguardaban a los pies de la tumba. El silencio del
día se rompió con los llantos de las viejas que exageradas daban gritos de
angustia, «con lo joven que era…», «que Dios se apiade de su alma», «tenía toda
la vida por delante…», «ay que pena más grande…». Catalina no pudo evitar una
carcajada al ver tal dramatismo mal interpretado, detestaba la hipocresía. Ni
siquiera se habían dignado a preguntar si necesitaba algo en todo este tiempo y
ahora lloraban como posesas. «Al diablo con ellas» pensó. El pecho se le llenó
de rabia. Cómo era posible que Dios se llevara a una pobre niña que apenas
había comenzado a vivir y no a una de esas locas ancianas que tanto decían que
deseaban la muerte, pero que cuando se acercaba bien que temblaban.
Todos la observaban y murmuraban.
No podían creer que aun hubiese derramado ni una lágrima por su hija. El canto
de unos pájaros inquietos ponía banda sonora a la zona y de repente, se escuchó
el aullido del viento que empezó a soplar fuerte. El sombrero de un hombre
salió volando y un niño corría tras él intentando alcanzarlo, el pelo moreno y
largo de Catalina flotaba en el aire y las ramas de los árboles se agitaban
violentas.
Uno de los monjes recitó unas oraciones y todos oraron. Se persignaron y dieron por terminado el rito. Hacía demasiado frío y la gente entre tiritones empezó a marcharse. Los monjes colocaron una pequeña campanilla enganchada en la lápida y metieron el cordel que la unía a ella por un agujero pequeño en la tapa del ataúd que se hacía especialmente para este fin. Era una tradición que no sabían ni cuando había comenzado, ni de donde había venido. Nunca se sabía si podían cometer un error, no había una ciencia cierta que diferenciara entre la muerte y un estado catatónico y con eso los familiares se quedaban más tranquilos.
Los hombres comenzaron a echar
tierra encima del féretro con las palas. Y fue justo en ese momento cuando
Catalina rompió a llorar. Vio que lo que
más quería en el mundo desaparecía debajo de la tierra y eso le exprimió el
alma. Sus piernas empezaron a flojear y cayó al suelo. Juan intentó levantarla,
pero ella se resistía entre gritos y aullidos. Quería volver atrás en el tiempo
y volver a posar a su dulce niña en su regazo mientras le contaba historias de
brujas, príncipes y dragones. No iba a poder resistirlo.
Juan se agachó y la abrazó parando
así su exasperación. Y allí quedaron los dos solos frente a la tumba de su
única hija, formando un montículo de harapos en el suelo mientras los
trabajadores echaban la última palada de tierra y se marchaban. Todo había
acabado.
—Tenemos que irnos —dijo Juan a
Catalina ofreciéndole la mano para ayudarla a levantarse.
—No, aún no —dijo rechazando su
ayuda con un manotazo.
Juan suspiró. Estaban solos en el
cementerio rodeados de lápidas de piedra, en el día más oscuro, frío y ventoso
del año. Le pareció ver un relámpago al fondo, pronto caería una tormenta.
Tenían que marcharse pues quedaba un largo camino hasta sus pequeñas tierras.
Estas habían sido cedidas con la condición de entregar beneficios al señor,
convirtiéndose así en siervos de gleba y teniendo la libertad justa para
sobrevivir. El que nacía en esa condición no tenía opciones de cambio, si tu
familia provenía de siervos serías siervo y te casarías con una sierva, y si
habías nacido en una familia de herreros tu descendencia sería de herreros y
así sucesivamente.
Catalina mantuvo los ojos pegados
en la tumba. No quería dejarla sola. Poco a poco se fue resignando y finalmente
se levantó abatida.
—Adiós, pequeña —susurró—. Te
quiero.
Hizo un gran esfuerzo para dar
media vuelta. Juan la agarró por la cintura y abandonaron el cementerio con
parsimonia.
Juan aceleró el paso, ya que la
lluvia empezaba a apremiar. Catalina se dejó llevar por él, como un autómata.
Pensaba en Lucía, en su risa, en sus ganas de vivir. Estaba aturdida. Sentía
como si le hubiesen cortado una pierna y no pudiera continuar sin ella.
Recordaba su rostro, sus ojos almendrados color miel que se cerraban formando
dos rajitas al reírse, y en esos hoyuelos que adornaban su cara. Le parecía
increíble que nunca más volviera a cepillar su enredado pelo de color castaño.
Recordó lo último que le dijo: «Mamá, no llores, estaré bien». Sabía que iba a
morir, era una niña valiente.
A medida que bajaban la colina por
el sendero de tierra rememoraba momentos con ella. De repente, algo la detuvo
en el camino.
—¿Lo has oído? —dijo Catalina con
el corazón palpitando fuertemente.
—¿El qué? No he oído nada.
Se quedaron allí parados prestando
atención a los sonidos de la mañana, pero Juan solo escuchó el croar de los
sapos, el rumor de los árboles y las voces del gentío del pueblo que había
empezado su día.
—La campanilla. Ha sonado ¿no lo
has oído? —dijo con una sonrisa de oreja a oreja, al tiempo que se apresuraba a
correr colina arriba.
Juan la agarró frenando su ansiosa
locura.
—No se ha oído nada, Catalina. Por
favor, volvamos a casa. — Tiraba de ella.
Catalina se quedó dudando. Era
probable que su imaginación le hubiera jugado una mala pasada, además llevaba
días sin dormir y se encontraba confusa.
—Venga, continuemos. La tormenta se
dirige hacia aquí —dijo chupándose un dedo y alzándolo al aire para comprobar
hacia donde iba el viento.
Catalina suspiró y continuaron. Pero
de nuevo, escuchó el tañido de la campanilla. Esta vez más agitado. Juan frenó
de golpe y su cara se volvió pálida.
—Ahora sí que lo has oído —dijo
Catalina—Tenemos que volver.
—Puede que sea el viento…
—O puede que sea Lucía…
—No, Catalina, Lucía está muerta.
¿Me oyes? ¡Está muerta! —dijo agitándola para que entrara en razón.
Catalina se zafó de él y le miró
con odio. Se dio media vuelta y echó a correr. Según se acercaba al cementerio
escuchaba la campanilla con más claridad. «Clin, clin, clin». Sintió angustia,
su hija metida en una caja debajo de toda esa montaña de tierra, a oscuras,
quizá le quedara poco oxígeno. Aceleró el paso con todas sus fuerzas. Juan
corría detrás de ella intentando alcanzarla, pero ella lo hacía más rápido.
Ya veía a lo lejos el cementerio, no se había dado cuenta de todo el camino que habían recorrido. Pero ya quedaba poco. «Lucía, aguanta, ya voy» musitó.
Juan también escuchaba la campanilla, pero estaba seguro de que aquello sería obra de los muchachos del pueblo que estaban haciendo gamberradas o de otro aspecto, pero no era una llamada de su hija. Aun así, tenía la obligación de seguir a su mujer, para consolarla al encontrarse tal batacazo.
Catalina llegó a la altura de la
lápida con el corazón desbocado. No había nadie allí. La campanilla se agitaba
sola. Se lanzó al suelo y frenética empezó a escarbar con sus propias manos en
la tierra.
—¡Lucía! —gritaba— Ya estoy aquí, mi
niña.
Cuando Juan llegó no podía creer lo
que veía. No había nadie en el cementerio, excepto su mujer, y el viento no
soplaba. La campana se movía por el cordel que lo unía al ataúd. De nuevo el
miedo se le derramó por el cuerpo. Se quedó paralizado. Pero no podía dejar que
Catalina se hiriera las manos. Tenía que hacer algo.
Buscó una pala, estaba seguro de
que vio que los trabajadores no se las llevaron. Recorrió con los ojos el campo
y allí estaban, posadas sobre otra lápida que aún no tenía grabado. Corrió para
alcanzar una y cuando llegó a la tumba de Lucía apartó a Catalina.
Cavó y cavó. La tumba era lo
bastante profunda para que los lobos de la zona no acecharan los cadáveres y
para evitar malos olores. La tormenta estaba encima y empezó a llover de forma
desorbitada. Catalina observaba a su marido y gritaba:
—Ya casi está, Lucía. Aguanta.
La campanilla seguía sonando. La
tumba se iba vaciando de tierra, pero el agua empezaba a inundarla. Catalina
sentía que moría y apremiaba a su marido.
De repente, la punta de la pala
golpeó la tapa de la caja. Juan miró a Catalina. Esta entró dentro del hoyo que
casi la cubría entera. Un trueno sonó demasiado cerca.
Se oían golpes desde dentro de la
caja y gritos ahogados. Juan y Catalina con manos temblorosas intentaban abrir
la tapa de aquella maldita caja que no se dejaba manejar. Catalina tenía las
uñas en carne viva.
Por fin, sonó un quejido de la
madera de la cubierta y consiguieron deshacerse de ella.
De un salto, como un gato se abalanza sobre un ratón, Lucía salió cubierta de barro dando una gran bocana de aire. Su madre la recibió entre sus brazos.
Juan las miró, aterrado.
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Espero que os haya gustado. Me encantaría leer vuestros comentarios. Estoy abierta a cualquier opinión. Lo importante es aprender.
Muchas gracias por usar vuestro tiempo leyéndome.
Un abrazo,
Ara
Quiero más jajajajaj. Es muy interesante y está genial, me encanta el ambiente que has creado
ResponderEliminarJajajajaja! Muchas gracias! Me alegro muchísimos que te haya gustado! Intentaré poner algo más jeje
ResponderEliminarMe ha encantado el fragmento 😍
ResponderEliminarBesos
Holaaa Espe! Muchas gracias por tu comentario. No te imaginas la ilusión que me hace que te guste! 😘
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